El sol, una bola incandescente, parecía ser devorado por el horizonte, que salpicaba de jugo las
nubes. Nosotros exprimíamos el fin de verano, después de haberlo bebido con avidez, como si
se le fueran las vitaminas, ahora disfrutábamos de cada sorbo de aquel dulce néctar que
empezaba a tener el amargor de los finales de temporada.
“El último partido antes de la partida” había bromeado alguien, pero la frase, hecha sin
esfuerzo, arrancó poco más que sonrisas melancólicas.
La cancha antes había sido roja pero la luz, la lluvia y el tiempo se habían ido comiendo el color
hasta volverlo de un fuerte ocre. El balón iba de unos a otros buscando una canasta, la
definitiva, su rugosa superficie regresaba firme a la palma de mi mano en cada bote. La noté
fría y tersa en el pase.
En cada parpadeo miles de luciérnagas danesas revoloteaban furiosas para escapar de mis
ojos, reflejo del gajo que le quedaba al horizonte por disfrutar.
Último pase, tiro a canasta conteniendo el aliento de todo el equipo. Fin del partido.
Celebraciones y comentarios ácidos sobre lo que pasaría si hubiera tiempo para la revancha.
La oscuridad lo inundó todo. Las salpicaduras de las nubes ahora eran de zumo de mora y
ciruela. Sonó un mechero y la llama ambarina lo iluminó todo brevemente. Después,
únicamente quedó el extremo del cigarro subrayando de un tono más marcado cada calada,
hasta la última.
Irremediablemente habíamos devorado el verano en aquel pueblo y, cuando volviéramos al
bullicio de la vida corriente, sólo nos quedaría de él un recuerdo dulce y fresco al fondo de la
memoria.
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