No tenía más que palabras.
Al fin y al cabo, a eso se dedicaba: a moldearlas hasta que adquirían en matiz que deseaba y a
unirlas a su antojo. Las decía y las grababa en tinta o en pixeles, esperando que cumplieran el
propósito que buscaba. Y dichas o escritas, lo cierto es que ahí quedaban. Con el significado
esperado en la superficie y el significado más puro y verdadero bien escondido. Y, con toda su
alma, esperaba que siguiera oculto, pues, como un ilusionista maquilla su arte, él maquillaba
con palabras grandilocuentes, llenas de sentimientos e ideales de virtud, aquello que no le
quería decir en voz alta, aquello que ni se atrevía a formularse en lo más intimo de su ser,
aquello sobre lo que se mentía hasta a sí mismo, la peor clase de mentira que existe ya que se
corre el riesgo de acabar creyendo que la farsa es la propia realidad. Y por falta de valor, falta
de honor, lo guardaba incluso de su conciencia sepultado bajo mil palabras bien dichas.
¿Qué iba a hacer? No tenía más que palabras. Como un diccionario, sin nada detrás del vacuo
significado semántico.
Y, realmente, en cuanto ella quiso romperse en mil pedazos en vez de ir sufriendo la lenta
agonía de saberlo sin saberlo, y buscó la realidad tras sus bonitas palabras, se dio cuenta de
que eran infértiles y vacías, como él. Porque habían quedado marcadas en ella, que se las
había creído esperando, deseando, que él no fuera de esos que miran a los ojos y mienten y
engañándose, sabiendo la verdad, había dejado que él se la ocultara con sus agridulces
discursos. Clavadas en su memoria y en su alma, le evidenciaron, al término, la hipocresía de él
y el autoengaño de ella.
Y es que de poco sirve poseer todos los vocablos cuando se es alguien cuya palabra carece de
valor.
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