lunes, 16 de febrero de 2015

La muerte de los poemas

En aquella noche la luna eclipsaba todas las estrellas. Las campanas replicaron esparciendo su sonido metálico en volutas escalofriantes, desde la gloriosa basílica al espectral caserón, morada de sueños perdidos escritos sobre cadáveres de antiguos bosques. A la sombra del templo, el cementerio jugaba con la luna a las sombras chinas y, más allá de la verja que separaba a los muertos en Dios de los condenados, surgió la niebla, ondulante y gélida. Las gasas plateadas se extendieron por el cementerio de los malditos acariciando las letras gravadas en piedra, nombres y fechas anclados en un pasado olvidado entre silencios pudorosos. Se colaron entre las verjas y se dejaron llevar junto al metálico reclamo de santos, cubriendo la ciudad de los vivos con su emanación, hasta llegar a las puertas del aquel cementerio de ideas.
Las olas lamieron las puertas, besando la madera. Los goznes quejumbrosos se doblegaron, reticentes, abriendo la casa, desnudando su íntimo secreto a los curiosos rayos argentados. El aliento de la necrópolis se arrastró por los suelos alfombrados de polvo, hasta llegar al corazón mismo, al alma de aquel lugar sagrado de Apolo. Penetró en la tumba de deseos gritados a nadie, de secretos a la vista del mundo, ideales al alcance de quien quisiera, cuando nadie más que sus autores podía conocer el empírico  significado, enmascarado en mil metáforas laberínticas.

La niebla onduló tomando forma y consistencia, besada por la luna que  conjuró la figura, apenas espejismo del cuerpo, inmaterial y gaseosa de una mujer, demasiado joven, demasiado bella. La niebla la vestía de gris plata, abrazando su busto, silencioso y quieto, antes de caer en espumosas cascadas a sus pies. El rostro pálido, sin expresión, los ojos muertos de demasiado sentir, muertos y muerta ella de brutal realidad, de un no siempre vale querer para poder.
Su mano se meció hasta el níveo cuello, donde un cordón sostenía el guardapelo palpitante que descansaba sobre su vacío pecho.  Un atisbo de su perdida humanidad le hizo dudar si cometer aquel sacrilegio cultural, antes de abrir el guardapelo.

 Las almas de aquellos que buscaron amor en poemas ajenos rompiéndose el corazón en mil suspiros de ilusos sentimientos, escaparon liberadas de las cadenas que los mantenían encerradas en aquella celda dorada. Silenciosas entraron en las páginas y tomaron lo que no era suyo. Rompieron versos y desbarataron rimas. Revolvieron el ritmo y el tono. Mataron cada poema con desnatural rabia, volcando sus propias realidades, su desesperación y sus anhelos estériles donde poetas camicaces habían puesto sentimientos frugales.

Con el trabajo realizado, saciadas ya de venganza pero igual de rotas e infelices, decidieron volver a la cárcel que sostenía la joven suicida en sus manos. Si hubiera podido llorar lo habría hecho, por los poemas convertidos en prosa y por ella misma y su desgracia.

Pero a las portadoras de la muerte no se les permite tal lujo.

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