Subió la pequeña loma de la colina y se paró un instante al llegar a la cima para recuperar el
aliento. Su mirada recorrió el pueblo. Pequeño, marrón y ordenado. Ella señala su casa, junto
al ayuntamiento y luego la de él, al otro lado de la plaza. Le sonríe con aquella expresión
cristalina que le hacía estremecerse, mientras traza con el dedo la larga calle que lleva de la
Plaza a la maciza y austera iglesia. Señala la pequeña casa que había junto a ella y siente cómo
sus labios se acercan a su oído para susurrarle “la nuestra”, bajito y con amor, como si fuera un
magnífico deseo que había que guardar en secreto. Sus ojos se empañaron.
Le dio la espalda y volvió su vista al mundo que se extendía al otro lado de las colinas que
cercaban el pueblo. Había subido muchas veces hasta ese lugar durante aquel año. Ahora solo
lo hacía para recordarla. Se había imaginado echando a andar, sin nada. Él, tierra bajo sus pies,
cielo sobre su cabeza y el mundo- no el suyo, otro- paseando junto a él.
Andar lejos. Lejos de la lluvia que mojaba sus labios, igual que sus besos; lejos de la niebla que
acariciaba su rostro, igual que su aliento; lejos del olor de los membrillos, igual que el olor de
su piel; lejos de las hojas doradas del hayedo, igual que el dorado de su pelo; lejos de la luna
brillando sobre la escarcha, igual que sobre su blanco pecho; lejos, en definitiva de aquel
noviembre que sabía a ella. Pero había temido que la distancia que pudiera alcanzar, por sus
propios medios, no fuera la suficiente como para que aquella dichosa estación dejara de oler a
ella.
Sin embargo, hacía unos días que le habían dicho que podría pedir una cosa, lo que más
deseara. Inmediatamente pensó en ella; pero estaba fuera del alcance humano y dudaba que
ninguna entidad divina se la trajera de vuelta. Por eso, no había dudado a la hora de pedir una
motocicleta, negra como su luto. El alcalde había sonreído y le había indicado al siguiente
vecino que se acercara.
Volvió a mirar el pueblo, la iglesia, su cementerio. La sal le quemaba en los ojos y el amargor le
corrompía el alma. Tendría que ir a despedirse de ella. En la segunda fila, el tercer nicho de la
derecha. Lo llevaba grabado en el corazón a fuego. Después se marcharía y no pararía hasta
que las hojas marchitas de aquel mes de escarchas dejaran de brillar como ella.
Él aún ignoraba que el otoño no tenía la culpa de sus recuerdos.
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