jueves, 8 de enero de 2015

Pesadilla de la medianoche del martes del Carnaval

Estoy en la plaza, sobre las escaleras del arco que da paso a la cuesta de la Iglesia. Desde allí

veo una estampa entre grotesca y gloriosa: fieles de ojos extasiados y rodillas erosionadas por

las frías losas, mientras los sacerdotes y monaguillos enturbian el aire con salmos e incienso; al

otro lado de la calle una hilera de confesionarios escupe penitentes, que gritando al cielo se

flagelan subiendo, descalzos, hacia la catedral.

En mis manos, pesan los palios de la procesión, almidonados y bien doblados. Si no los llevo a

tiempo a la catedral me lo harán pagar, pero el miedo me atenaza, mis ojos horrorizados no

dejan de mirar la fila incesante de penitentes, sus rostros desfigurados por el dolor y la rabia, y

sus espaldas descarnadas y goteantes.

-Ya los llevo yo- dice una voz a mi lado, una anciana que ha aparecido de la nada me arranca

de las manos los palios, mientras me lanza una mirada de desdén y, antes de que pueda

decirle nada, desaparece entre una multitud de oradores de rosario que entra en ese

momento a la calle.

Dudo pero el miedo es mayor. Sin atreverme a darme la vuelta, voy alejándome despacio.

Tropiezo con el primer escalón y caigo rodando hasta la plaza, choco con una mujer

demacrada y con oscuros ropajes me pone en la cara un pescado.

-Arrepiéntete, arrepiéntete- me sermonea- el fin del mundo está cerca.

Aterrada me levanto y salgo corriendo. La plaza bulle en una refriega entre los puestos de

pescado y los puestos de carne, donde mujeres y hombres bailan y cantan burlándose de los

grises y apocalípticos vendedores de pescado, como si todo fuera arrelativo: o desenfreno o

santurronería. Choco contra algo y vuelvo a caer. Desde el suelo observo una procesión de

hábitos en cuya cabeza va una mujer huesuda y flácida, con una sardina al ristre. Frente a ellos,

un desfile de zancudos y bufones sigue a un seboso rey que esgrime un jamón contra la de la

sardina.

Al volverme al levantar unos danzantes me arrastran lejos del mercado. Me encuentro

sumergida entre bazos y torsos que se retuercen a mi alrededor. La carne danzante me ahoga

y tira de mí, rasgándome la túnica. Bocanadas de aire cargadas de un olor profundo a sudor y

sexo, no me dejan respirar. Huyendo de allí y acabo aplastada contra la verja de un jardín. Mis

manos se aferran a los barrotes mientras mis ojos observan, asqueada, lo que ocurre: en mitad

del campo junto a una mesa, desde la que observan un monje y una extraña monja, un

curandero le extrae una piedra de la cabeza de un hombre de ojos idos.

Los danzantes me han dejado atrás, y en la calle solo hay un anciano monje barbudo va

tambaleándose de un lado a otro. De pronto me mira y me señala con un acusatorio dedo.

-No me tientes, sierva de Satanás. Por mi nombre que es Antonio, que mi alma no caerá en tus

garras- me espeta antes de seguir su camino farfullando entre dientes.

Ahí gente que busca tanto no caer en la tentación que la ve por todos los rincones, pienso

mientras mis pasos me acercan a una torre de dimensiones imposibles. Dentro trabajan miles

de personas en una sintonía enrarecida, como si pensaran todos al unísono. Un desasosiego

me hace alejarme de allí. Asciendo por unas empinadas escaleras y a cada nivel que paso la

armonía se va rompiendo, hasta el punto de cuando salgo al exterior en la cima a medio

construir me recibe una lucha encarnecida, sin bandos ni ideales, donde cada cual defiende su

personal punto de vista sobre la obra.

Los obreros me arrastran hasta el precipicio. Lucho por mantenerme dentro pero de un

empujón me tiran de la torre. Caigo al vacío mientras la torre se desdibuja y el suelo se acerca

demasiado rápido.

Un pez alado me rescata antes de morir estampada contra el pavimento. Sobrevolamos toda

aquella locura. En el mercado Cuaresma vence a Carnal y los danzantes han enredado a san

Antonio en su bacanal. Me aleja de allí y veo el lugar del que procedemos: el pez bate las alas,

lentas, sobre el jardín donde hombres y mujeres retozan entre prados y fuentes rosadas,

amándose y comiendo frutos rojos del pico de pájaros gigantes. Deseo que paremos allí y

poder unirme a aquello paz, pero el animal no atiende a mis deseos y finalmente me deja caer

sobre una barca en mitad de un lago añil, agotada me dejo balancear por las aguas.

-Este no es sitio para vivos- oigo que me dice la voz indulgente de Caronte- La Estigia es solo

para los que tienen que tomar la decisión- veo que me indica con la mano dos ríos.

-Solo quiero descansar un momento.- respondo, suspirando, mientras los colores a mi

alrededor se destilan y se mezclan, estirándose y volviéndose abstractos. Mareada cierro los

ojos y cuando vuelvo a abrirlos la locura solo está en mí.

Me levanto y miro mi reflejo sobre el espejo. Mis ojos. Mi destino. Mi yo.

Detrás de mí, sobre la pared, Brueghel, el Bosco y Patinir.

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